Pbro. Héctor Pernía, mfc
La Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación.
(544) Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia (Lumen Gentium, 14).
Siguiendo a la Declaración Dominus Iesus, (sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia) del Papa Emérito Benedicto XVI, ésta no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios; por lo tanto, “es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación”[1].
Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad, que forman parte de “todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones”[2]. A ellas, sin embargo, no se les puede atribuir un origen divino, ni una eficacia salvífica ‘ex opere operato’ (en virtud de la acción sacramental cumplida debidamente), que es propia de los sacramentos cristianos; es decir, infundir de modo objetivo la gracia en el sujeto’, en méritos y por autorización divina. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1Cor 10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación.
En este sentido, la Dominus Iesus es bastante clara cuando afirma que con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido a la Iglesia para la salvación de todos los hombres. Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista “marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que «una religión es tan buena como otra». Como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia “anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas”[3].
[1] JUAN PABLO II, Carta Encíclica Redemptoris misio, Sobre la permanente validez del mandato misionero (1990), 9.
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