Hospitalitos de la Fe – Para Sanar mi Fe

En su Cuerpo, la Iglesia Católica, Cristo sufre hoy la crucifixión. ¡Todo un misterio!

¿Te sorprende que hable de crucifixión de la Iglesia Católica

(287) Tal vez no habíamos llegado a hacernos la pregunta de cuánto tiempo, en verdad, es la duración de la crucifixión y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Llegar a imaginar que la crucifixión de Jesucristo es algo tan reciente y diario, puede sonarnos tal vez algo extraño mirando hacia el pasado a la manera como lo hacemos con la historia de los hombres. ¿Cuándo estamos ante la historia de la salvación el tiempo tiene otra forma de entenderse y medirse. Dice en 1Pe 3,8: “No olviden, hermanos, que ante el Señor un día es como mil años y mil años son como un día”; y también, que la Iglesia que nació de Cristo y que vive hoy, es su mismo Cuerpo (Ver: GB, N° 238 y 239).

En Ella, su Iglesia, y por siempre, Cristo en persona se ofrecería a Dios, sufriría la agonía de la crucifixión y resucitaría para salvar y redimir a los hombres y a los pueblos de cada generación. Es un solo y definitivo acto de encarnación, un único y continuo sacrificio en la cruz y una única y perpetua resurrección que abarca y alcanza a todo el universo inaugurando en su propio Cuerpo la nueva creación anunciada desde antiguo por los profetas (Ver: GB, N° 361-367). Todo un misterio que no cabe ni puede ser medido o abarcado por relojes de este mundo, por las categorías de tiempo, espacio y razonamiento de que los hombres disponemos y conocemos. Es por eso que la Iglesia Católica es necesaria para salvarnos.

Contemplamos, en el espejo de la Iglesia, la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

(288) Ella, como Cuerpo suyo, es y será siempre despreciada por el mundo, recibe y recibirá golpes, ofensas, desprecios, calumnias, incomprensiones y traiciones. En Ella, Cristo es diariamente crucificado por los poderes de las naciones, por las multinacionales de la economía global y por denominaciones protestantes, las falsas religiones y los falsos pastores que hacen de la Iglesia Católica incisivo blanco de sus calumnias e injustas persecuciones. ¡Y cuántas las ofensas y golpes que con nuestros propios pecados y anti testimonios le propinamos desde dentro de su herido cuerpo sus propios hijos!

El sanedrín que organizó la muerte de Cristo continua presente hoy, pero con distintos rostros y nombres. Sus antepasados llamaron a Cristo hereje y blasfemo. De modo semejante tildan a su Iglesia hoy muchos que nunca sueltan la Biblia, que se aprenden de memoria determinados textos bíblicos y gustan de tomar sitios públicos para llamar la atención una y otra vez diciendo a toda voz: ‘Señor’, ‘Señor’, ‘gloria’, ‘aleluya’; creyendo que ya por eso se van a salvar.

Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios; y la Iglesia, cuerpo suyo, comparte también esa doble naturaleza: humana y divina. Como plenamente humana que es, como Cristo, ella también tropieza y cae con la cruz, y como Cristo que se levanta para continuar con su cruz hacia el calvario, ella también lo hace para continuar en la historia la obra que se le encomendó: la salvación de todos. Como verdaderamente divina, ella vive y trasciende todo el sufrimiento que padece convirtiéndolo en causa de su propia santificación. Ella, como Cristo, ha de recibir los maltratos, devolver misericordia, y elevar a Dios el dolor de cada golpe recibido; ha de decir como dijo el apóstol Pablo: “Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos” (1Cor 4,11-13).

Cristo no cesará jamás de interceptar los adversarios (nuevos Saulos) que persiguen a su Iglesia con el premeditado objetivo de borrarla de la faz de la tierra. Siempre les vencerá con su amor. Les dirá como a Pablo: “Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues? (…) ¡Yo soy Jesús el nazareno, a quien tú persigues!” (Hch 22,8). Luego los hará insignes heraldos suyos para multiplicar y hacer crecer la Iglesia que perseguían.

Como Cristo, su Iglesia acepta y ama la cruz para reconciliarnos con Dios.

(289) Cristo y los hijos de su Iglesia aceptamos y amamos la cruz para obrar la salvación. Aquellos hermanos que dicen que la cruz es maldita, hacen con la Iglesia Católica lo mismo que sus predecesores hicieron con Cristo. Se la cargan en la espalda, a empujones y golpes le descargan sus desprecios; y en la cruz la clavan y crucifican, pues a decir de muchos de ellos, debe ser destruida y desaparecida de la faz de la tierra. Como Cristo, la Iglesia Católica toma la cruz, la abraza y la ofrece a Dios como sacrificio de amor porque sabe que con ella, su Cristo, su Cabeza, a todos nos salvó y redimió.

La Iglesia Católica camina adelante siempre con mucha dificultad, pero no se detiene. Su confianza la lleva puesta en Dios, pues sabe bien que ella no surgió por sí misma, sabe que viene de Dios, que Cristo está junto a ella y no le abandona, pues la acompaña en la Eucaristía y en los demás Sacramentos. El cireneo que la acompaña ayudándole a llevar la cruz es el Espíritu Santo que Cristo por siempre le prometió.

Como tantas madres que inocentemente y con sorprendente amor cargan las culpas de los errores de sus hijos; la Iglesia asume ser también madre de los errores de sus propios hijos en la fe. De ella se separan y hasta la niegan, y por ellos la Iglesia se ofrece a Dios en sacrificio, pidiendo su misericordia ante los pecados que cometidos, tanto por ella como por sus hijos.

Toda la sangre derramada por Cristo en su pasión y muerte, es la sangre de tantos mártires de todos los siglos de la Iglesia. De muchos modos también su Iglesia es crucificada. Cuando ya la han clavado en la Cruz la insultan con palabras como las que le dijeron a Cristo: “¡Dices que Cristo te fundó y te dio todo su poder! ¿por qué no lo llamas para que baje y te salve?” Mientras los anti católicos se creen vencedores y miran como insignificante la cruz y la Iglesia allí crucificada, no ven lo que allí está sucediendo. La Iglesia herida no cesa de decir a Dios igual que su Maestro: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Ella, en Cristo y por Cristo, siempre ha vencido y vencerá la muerte.

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