Hospitalitos de la Fe

El Sacramento de la Confesión

Pbro. Héctor Pernía, mfc

La confesión de los pecados en el Antiguo Testamento.  

(166) Dios mandó a los israelitas a confesar y hacer expiación de los pecados ante los sacerdotes, quienes a su vez tenían que hacer la debida expiación ante Dios, y de ese modo sus pecados les eran perdonados (cf. Lev 5,25-26 y Nm 5,6-7).

“No te avergüences de confesar tus pecados…” (Eclo 4,26).

“No digas: «He pecado, y ¿qué me ha pasado?», porque el Señor es paciente” (Eclo 5,4-7).

«El que oculta sus pecados no prosperará; el que los confiesa y se aparta de ellos, alcanzará el perdón» (Prov 28,13).

“Hasta que no confesaba mis pecados, se consumían mis huesos, gimiendo todo el día…” (Sal 32,3-5).

“La raza de Israel se separó de todos los extranjeros; y puestos en pie, confesaron sus pecados y las culpas de sus padres” (Neh 9,2).

El reconocimiento del pecado y la absolución por un ministro de Dios se ven ya prefigurados en la respuesta de Natán al rey David luego que éste se arrepiente y reconoce su pecado de haber mandado a asesinar a Urías para quedarse con su esposa. Natán le dijo: “Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás”. (2Sam 12,13).

La confesión de los pecados en el Nuevo Testamento.

(167) Muchos iban y confesaban a Juan el bautista sus pecados en el río Jordán; y Juan era un hombre, no era Dios (cf. Mt 3,4-6).

Jesucristo dijo a los Apóstoles: “Reciban el Espíritu Santo, a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos.” El v. 24 demuestra que esto se lo dijo a sus doce apóstoles y a no a todos los discípulos en general (cf. Jn 20,22-23).

En Mt 16,19 Cristo nos mandó estar en comunión con el Papa para poder ser liberados de nuestros pecados. ¿Te cuesta creerlo? A ver, ¿qué te parece si lo vemos directamente en las Sagradas Escrituras?

“Muchos que habían aceptado la fe venían a confesar sus pecados. No pocos que habían practicado la magia hicieron un montón con sus libros y los quemaron delante de todos…” (Hch 19,18).

¿A quién le encargó Cristo las llaves del Paraíso?

(168) ¿Qué nos puede atar e impedir el cielo? El pecado, ¿verdad? ¿Por dónde se entra al cielo? Me dirás: ’Por la Puerta = Cristo. Sólo Él puede salvarnos’ (Jn 10,7.9). ¡De acuerdo! ¡Muy bien! ¿Si tenemos pecados y queremos salvarnos a dónde nos mandó Cristo para que nos desaten nuestros pecados? Al mismo a quien Él le dio las llaves del Reino de los cielos, a Pedro, el principal de los apóstoles, el primer Papa. Es eso lo que está revelado en Mt 16,19. ¿Correcto? Seguimos: Cristo es la única Puerta que nos da la salvación, ¿qué necesidad habría de tener que aceptar al Papa para podernos salvar? La respuesta es sencilla y directa: tener las llaves de la Puerta (Cristo) es tener las llaves para desatar y atar el pecado a las personas.

Los cristianos no católicos tienen esto bien claro, aunque no lo acepten: Pedro, el principal de los apóstoles, recibió de Cristo las llaves del Reino de los Cielos con la potestad de atar y desatar lo que acá en la tierra nos separa del cielo: el pecado. Ellos lo saben muy bien.

Es antievangélica toda propuesta de fe que haga a un lado, o pretenda anular y romper el profundo vínculo de pastoreo <Cristo – Pedro – discípulos>, presente en toda la Biblia. No es algo optativo o alternativo para la salvación; no es algo accesorio, intrascendente o irrelevante. Lo que Cristo hace y establece es para todos los tiempos y porque todos lo necesitamos.

Cristo dijo: “Yo soy la puerta: el que entre por mí estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará alimento” (Jn 10,9). Entonces, ¿De quién depende todo pecador para pasar por la Puerta de la salvación? Del Portero que tiene las llaves de la Puerta (Cristo), ¿verdad? ¿Y quién puede pasar por la Puerta (cf. Jn 10,7.9) sin pasar antes y primero por el Portero que es mencionado en el versículo tres de ese mismo capítulo? El portero no está allí como figura decorativa. Al tener las llaves de la Puerta tiene el poder y la autoridad de Cristo para decidir quién pasa por la Puerta y quién no.

En el último día veremos a Pedro.

(169) Cristo-La Puerta dio las llaves a Pedro para desatar y liberar del pecado a todo aquel que se arrepienta y le entregue sus pecados a través de los ministros por Él designados (cf. Is 22,20-22; Mt 16,18; Jn 20,22-23).

Un lazo santo une en un mismo misterio de misericordia la muerte de Cristo en la cruz y el poder que a Pedro y a los apóstoles confío de liberar de sus pecados al pecador. Los de corazón contrito y humillado, los humildes que reconocen y confiesan sus pecados, pasan adelante y se salvan; y los que se resisten, se quedan fuera donde será el llanto y rechinar de dientes. Por eso los falsos pastores brincan por otro lado para intentar burlar al Portero. Pero ¿a quién creen que burlan? ¿al portero solamente? No. La burla es a la Puerta misma, y el dolor lo sufren sus desdichadas almas.

El Portero no está allí por iniciativa propia sino por voluntad de nuestro Señor Jesucristo. Allí estará Cristo para juzgarles y recordarles lo que está escrito en Jn 13,20; 21,15-17; Lc 10,16. Porque donde está el Portero allí junto a Él está la Puerta (cf. Lc 22,31-32). Y les dirá que, si no están con el portero, no están con él. Les dirá: “El que no recoge conmigo desparrama (Mt 12,30).

Los falsos pastores creen que al Portero, el Papa, le quitaron las llaves del Reino de los Cielos (cf. Mt 16,19) y que cualquiera de ellos le saca un duplicado para así, cuando les plazca, poder pasar por la Puerta-Cristo cuantas veces ellos lo decidan. ¡Pobres infelices y ciegos! Creen que a Cristo lo pueden burlar y que con el Portero de Cristo pueden hacer igual que con los porteros y vigilantes de puertas de los reinos de este mundo. A sus propios pecados personales y al sufrimiento eterno atan a quienes arrastran tras ellos.

Obispos y presbíteros, acercan el ministerio de Pedro a cada oveja de Cristo.

(170) En atención a la universalidad de la salvación, el ‘Pedro’ (el Papa) de cada época, de cada generación; con la autoridad y el poder recibido de Cristo, nombra a los obispos en todas las naciones donde está presente la Iglesia. De algún modo ya esto se prefiguraba cuando Moisés designó autoridades para administrar y apacentar al pueblo de Dios (cf., Ex 18, 24-26). De este modo, el Papa, en cuanto sucesor legítimo y verdadero de Pedro, administrando el gobierno otorgado por Cristo, le da a sus obispos la potestad para que ellos a su vez nombren y consagren sacerdotes que administren este poder de salvación y lo puedan alcanzar todos los cristianos que acudan buscando la absolución de sus pecados.

Cristo prolonga a todos los pueblos, a través de su vicario el Papa y de todos los sacerdotes en comunión con él, este santo y precioso don. Al decirles, “vayan a todas las naciones…” (Mt 28,18-20; Mc 16,15) se supone que ellos solos, apenas doce, no podían hacerlo; y que debían, por consiguiente, instituir sucesores y ministros que prolongaran hasta todos los pueblos y en todas las épocas los bienes de Cristo.

¿Por qué habrá querido nuestro Señor que confesemos nuestros pecados con un sacerdote?

(171) Muy probablemente así lo dispuso para educar en la humildad a sus discípulos, y para que nosotros pudiéramos contemplar una admirable manifestación de su misericordia y de su poder al brindarnos los frutos de la redención a través de la fragilidad de la misma condición humana presente en cada sacerdote.

Cristo es exigente, es radical; así diferencia y descubre quiénes son verdaderamente ante Dios y ante los hombres los verdaderos pastores, cristianos y evangélicos.

No aceptar que otro hombre sea quien nos escuche y absuelva de nuestros pecados, es síntoma de orgullo, soberbia y prepotencia. Son almas enfermas, llenas del espíritu del mal, que resisten al Espíritu Santo (cf. Hch 7,51); justo la enfermedad que impide la acción de la gracia de Cristo pueda obrar en ellos la salvación. Como a los de Cafarnaúm les dirá: “¡Ay de ustedes! [pastores de maldad]. ¿Hasta el cielo se van a encumbrar? Hasta el abismo se hundirán” (Mt 11,23).

No faltará quien diga que un hombre no tiene poder para perdonar pecados.

(172) El Padre Luis Toro responde diciendo: “De sobra sabemos que por sí mismo un hombre no tiene poder para perdonar los pecados, ¿pero si Dios le da ese poder? Entonces sí puede hacerlo. Nos consta en la Biblia que Dios le dio al hombre poder para realizar cosas sobrehumanas y que sólo lo puede hacer Él: ¿puede un hombre caminar sobre las aguas? No. ¿Y si Dios le da ese poder? (Mt 14,28). Entonces sí. Aunque sólo Dios puede caminar sobre las aguas. ¿Puede un hombre perdonar los pecados? No. ¿Y si Dios le da ese poder? Entonces SÍ.

Nos quedaría demostrar si Dios le dio o no ese poder a los hombres; veamos: los judíos decían que sólo Dios tenía poder para perdonar los pecados y que Cristo no, porque ignoraban que Dios le había dado a Jesús Todo Poder: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra…” (Mt 28,18) y en concreto, el de perdonar los pecados: “…pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados—dice entonces al paralítico– levántate, toma tu camilla y vete a tu casa…”

Dicen del sacerdote lo mismo que los fariseos decían de Jesús: “¿Quién es éste que hasta los pecados perdona?” (cf. Lc 7,48-49)

(173) Los que son de este mundo y piensan como los hombres no logran entender que un sacerdote pueda hacer lo que Cristo: perdonar los pecados. Lo logran comprender cuando el Espíritu Santo les da la luz del entendimiento y aceptan que Cristo tiene todo poder para darle ese y todo poder que Él quiera a sus ministros.

Si insisten diciendo: ‘Sólo Jesús tiene ese poder de absolver pecados, los hombres no’. Continúa respondiendo el padre Luis Toro: Ahora, son ellos quienes ignoran que el poder que Dios le dio a Jesucristo, Él, a su vez, lo transmitió a los Apóstoles: “Todo poder se me ha dado en el cielo y en la tierra, por eso vayan…” (Mt 28,18-19);  y lo dejó muy claro cuando les dijo a los apóstoles: “…Como el Padre me envió a mí, también yo los envío a ustedes… Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos” (Jn 20,21-23). Antes de darles el poder, sopló sobre ellos el Espíritu Santo, para demostrarnos que no es obra de hombres, sino la fuerza y el poder del Espíritu quien actúa en el sacerdote.

Puede decir que Cristo había recibido este poder pero que no lo pudo transmitir. Si tiene TODO poder, ¿quedará acaso excluido el de delegar a los Apóstoles el perdón de los pecados? Si los reyes pueden delegar su poder y autoridad a sus embajadores, ¿por qué Cristo, el Rey de reyes, no puede hacer lo mismo? ¿O es que hay algunos que todavía les cuesta creer que Cristo tiene ese poder y además, tiene el poder de transmitirlo a quien Él quiera? Dios se vale del hombre, para salvar a los hombres y la confesión no es para condenar, sino para salvar al pecador. “¿Qué hemos de hacer? Pedro les contestó ‘ conviértanse y que cada uno de ustedes se haga bautizar en nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados (Hch 2,38).

Qué bello es ver con claridad ese don de Dios tan cerca de nosotros miserables! hay poder de Dios en el hombre para perdonar, en este caso, a través del bautismo. ¿No bautiza un pastor para perdón de los pecados? ¿Es que ellos son Dios? Y si ellos tienen poder para perdonar los pecados por medio del bautismo, ¿por qué un sacerdote no puede tener ese poder? La práctica de los protestantes contradice su propia doctrina.”

Necesitamos confesarnos y ser liberados de nuestros pecados.

(174) En cada pecado va muriendo poco a poco y lentamente la imagen y semejanza de Dios en cada uno de nosotros.

Cada vez que actuamos en contra del Sacramento de la Confesión el alma gime en agonía, pues sabe que el cielo lo está perdiendo y que el infierno le está acechando. Cristo crucificado sufre muchísimo porque en esos momentos sus ovejas están heridas y atrapadas en seducciones y engaños por lobos rapaces que las arrastran fuera del Paraíso. Pero muchas de estas ovejas no saben en manos de quien están. Son almas con ojos vendados; convencidas en caminos y lugares de culto equivocados.

Cuando vamos en contra del Sacramento de la Confesión es como si al borde de un abismo empujáramos al suicidio nuestra propia alma, nos declaramos en rebelión a Cristo, lo apartamos a un lado, como diciendo: ‘no quiero que me salves, prefiero más seguir pecando; prefiero el infierno’. Por eso Cristo dijo: “Ustedes no quieren venir a mí para que yo les de vida” (Jn 5,40).

Los pecados matan el alma.

(175) Hay almas muertas en cuerpos que aparentan darse vida; y lo están, porque llevan muerta ya la conciencia del pecado.

No creo exagerar si dijera que hemos entrado, hace algunas décadas, en tiempos de abierta rebelión contra Dios. A tal punto hemos dejado que se desate hoy la maldad y el egoísmo, que ya no alcanzamos a veces a diferenciar lo que es bueno de lo que es malo; e incluso, ya hemos aprendido, como el mismo Satanás, a voltear todo lo de Dios; lo desvirtuamos y ponemos al revés para justificar cuanto pecado se nos antoja cometer.

Veamos un ejemplo: En naciones que se dicen desarrolladas tratan como delincuentes a quienes adviertan públicamente que el homosexualismo es un pecado. Dice en la Biblia: “¡Ay, de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo! (Is 5,20).

El sólo arrepentimiento no nos absuelve de los pecados cometidos.

(176) Si fuera suficiente el mero arrepentirse para romper con el pecado y estar en paz, ¿qué sentido tendría entonces que Cristo haya dado a sus apóstoles el poder para liberar o para retener pecados? (cf., Jn 20,22-23, Mt 16,19).

Si el sólo arrepentimiento quitara los pecados, el hijo pródigo (cf. Lc 15,20-24) no hubiese tenido necesidad de ir a casa a buscar a su padre para pedirle y recibirle su perdón. Sólo cuando él recibió el abrazo de su padre encontró plenitud, se sintió perdonado. Este abrazo el cristiano lo recibe y vive cuando al confesarse recibe del sacerdote la absolución de sus pecados.

El misterio de la encarnación explica el Sacramento de la Confesión.

(177) Así como Cristo asumió nuestra humanidad para liberarnos del pecado, así también, por todos los siglos, Cristo asume y se encarna en la humanidad de sus ministros para hacer llegar a todos los pueblos, los preciosos dones de la redención alcanzados con su muerte y resurrección.

En vasijas de barro Dios reconcilia con Él a quienes necesitan y buscan la absolución de sus pecados (cf. Hb 5,1-6); su misericordia con el pecador se muestra a través de la misma misericordia con que elige y asume la condición humana de sus ministros, a quienes toma por instrumentos suyos en el mismo sacerdocio que del Padre ha recibido. Una evidencia de que el propio Jesucristo reconoció tal ministerio ejercido por hombres la podemos apreciar cuando le ordenó a los diez leprosos ir a presentarse ante los sacerdotes para que ellos los declararan puros (cf. Lc 17,12-14), siendo que Él mismo podía haberlo hecho.

Cristo le dio a los apóstoles y a sus sucesores, hombres frágiles como nosotros, el mandato y el poder para absolver nuestros pecados; y así, no obstante su condición humana, están en el deber de atender ese ministerio: «Muchos de los que habían creído venían a confesar y revelar todo lo que habían hecho» (Hch 19,18). Jesucristo les confió ese precioso ministerio, más valioso que todos los reinos y tesoros de este mundo; y, a través de ellos nos llama a que nos reconciliemos con Él (cf. 2Cor 5,19-21).

Si bajara un ángel del cielo a atendernos en la confesión estaría incapacitado para darnos lo que un sacerdote sí nos puede ofrecer: su condición humana para podernos comprender (cf. Hb 5,2). Necesitamos la misma humildad del apóstol Pablo para decir: “lo que hayan sido antes no me importa, pues Dios no se fija en la condición de las personas” (Gal 6,6).

Si le creemos a los jueces ¿por qué no le creemos a Cristo?

(178) Un juez no absuelve o condena a prisión a alguien porque ese juez sea santo, sino porque recibió el poder del Estado para ello. El sacerdote no perdona por estar libre de pecado sino porque ese poder lo recibió de Cristo (cf. Jn 20,22-23).

Los jueces, la mayor de las veces, condenan y mandan a la cárcel a otros tal vez peores que ellos; e incluso, se atreven a dictarles pena de muerte. Los sacerdotes, en cambio, en el tribunal de la misericordia (Sacramento de la Confesión), declaran libre al pecador y lo devuelven a la vida en paz.

La misericordia de Dios es perfecta y corrige las sombras de la justicia de los hombres.

Las contradicciones desnudan los falsos argumentos:

(179) No ir a confesarse con un sacerdote porque él comete pecados es como no ir a un médico a consultarle porque el médico se enferma; o como no bañarse porque de todos modos luego nos vamos a volver a ensuciar.

Pero, ¿por qué se les ve luego a muchas de estas personas pagando incluso a un psicólogo, a un psiquiatra y, en muchos casos, a un brujo, para que les escuchen? Les preguntamos: ¿cuánto dinero les cobró el sacerdote por escucharles y absolverles de sus pecados? Nada, ¿verdad?

¿Cuántos van hoy a sacar sus trapos sucios en público en programas de televisión?

Y no se diga cuando se exceden en bebidas alcohólicas; dicen todo sin importarles quien los escucha.

Se oye decir: ’Pero hay muchos sacerdotes que no confiesan’.

(180) El secularismo ha penetrado también la vida de muchos sacerdotes y la sal de su ministerio se ha vuelto insípida para muchos que buscan en la Iglesia, a través de tales sacerdotes, la puerta de la misericordia. Y cuando la sal está así entonces la gente la desecha y la pisa; pues ya no vale ni sirve para nada (cf. Lc 14,34-35). Los sacerdotes nos hemos dejado absorber y disolver en el mismo secularismo que a veces tanto cuestionamos en la predicación.

Muy probablemente los sacerdotes hemos sido los primeros responsables de que hoy sean muy pocos los cristianos que se confiesan. Y es que, ¿con quién lo hacen si el sacerdote no se sienta a confesarles? ¡Los fieles solos no pueden administrarse este Sacramento!

Tenemos la llave de la absolución que Cristo nos encomendó para desatarles los pecados:

(181) “¡A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados, y a quienes se los retengan les quedarán retenidos!” (Jn 20,23); y aun cuando nuestra vasija de barro se nos agriete y hasta se rompa a causa de los pecados que cometemos y de nuestra condición y nuestra debilidad humana, Cristo no dejará de alcanzarle a sus ovejas los verdes pastos de su misericordia y de su perdón.

Como dice en las Escrituras: “Llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2Cor 4,7). La misma condición humana del sacerdote es una bendición dada por Dios a los pecadores; para que, viendo la misericordia de la mirada de Dios hacia sus ministros, puedan sentir también esa misma mirada hacia ellos mismos.


NOTA: te invitamos a nuestra biblioteca de video, y podrás conocer lo que enseñan los más importantes apologetas del momento:

HF-VIDEO / Confesión, ¿a solas con Dios?


 

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