Apologética en la Liturgia de la Palabra
Lunes, IV Semana de Cuaresma, Ciclo B / Año impar.
Lecturas del día: Is 65, 17–21; Sal 30, 2, 4–6, 11–13; Jn 4, 43–54.
Comentario:
El pasaje profético de la primera lectura, tomada del profeta Isaías, nos alumbra el advenimiento de dos grandes promesas que, con la venida del Mesías, inundarían de gozo al hombre y la historia, y que son de enorme importancia para conocer las raíces de la Iglesia Católica y de los Sacramentos. A Jerusalén, ciudad central de su pueblo elegido (Israel), le anuncia y pide prepararse para dejar atrás esa ciudad terrenal, y pasar a recibir y hacerse ciudadanos de una Jerusalén nueva, celestial (Ap 21, 2); gobernada aquí en la tierra por su Vicario, Pedro (Mt 16, 17-19), en comunión con los demás Apóstoles que Él mismo eligió y estableció (cf. Mc 3, 16-18.)
Las bendiciones abundantes que Isaías anuncia con la venida del Mesías apuntan al tiempo de la Gracia, cuyos frutos fue entregando el mismo Jesucristo instituyendo los Sacramentos para colmarnos de vida en abundancia (cf. Jn 10, 10) a toda la Nueva Jerusalén. Isaías los representa en palabras como: “Ya no se oirán, en adelante, sollozos ni gritos de angustia, (…) Harán casas y vivirán en ellas, plantarán viñas y comerán sus frutos. (..) mis elegidos gozarán de los frutos de su trabajo” (Is 65, 19-22).
Por lo breve de la publicación, sólo trataré algunos Sacramentos:
Para quitar los sollozos y gritos de angustia ocasionados por la expulsión del hombre del paraíso (Gn 3, 14-23) el profeta anuncia: “Pues Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva y el pasado no se volverá a recordar más ni vendrá más a la memoria” (Is 65, 17).
Cristo nos ofrece el remedio de la redención lavándonos del pecado con su propia sangre derramada en la cruz, bautizándose por todos los pecadores (Lc 12, 50; Mc 10, 35-40; Col 2, 11-12). Así, con el BAUTISMO (cf. Mt 28, 18-20; Hch 2, 41), progresivamente en la vida, con la CONFESIÓN DE NUESTRO PECADOS (cf. Jn 20, 22-23; 1Jn 1, 4-10) adquirimos y recuperamos la Gracia de ser perfectos como Dios, sin mancha ni pecado. De ellos estaba anunciado: “Yo voy a hacer de Jerusalén un Contento y de su pueblo una Alegría” (Is 65, 18); “Que sus fieles canten al Señor, y den gracias a su Nombre santo” (Sal 30, 5).
Con estos dos Sacramentos Cristo nos purifica del pecado, nos rescata del maligno y nos incorpora en su Cuerpo como ciudadanos y miembros de la nueva Jerusalén, la Iglesia (Ef 1, 22-23; Col 1, 18-24).
La nueva Jerusalén, la Iglesia Católica, no está formada por esclavos o extranjeros, sino por hijos muy amados. Tan amados, que Dios mismo en persona se deja comer (cf. Lc 22, 13-20; 1Cor 11, 23-26) para que en ellos habite la divinidad y gocen con Él de la eternidad.
Para compartir:
1.- ¿Qué se siente ser adquirido y elegido por Dios, con el Bautismo, para que seas ciudadano de su nueva Jerusalén, la Iglesia?
2.- ¿Conoces algún otro argumento bíblico que ayude a profundizar la temática de esta publicación?
Elaborado por:
P. Héctor Pernía, mfc