Sábado, XIII Semana del T. Ordinario
Lecturas del día: Am 9, 11–15; Sal 85, 9, 11–12; Mt 9, 14–17
Comentario:
Todo el conjunto de los textos bíblicos de la Liturgia de hoy son un hermoso canto poético en labios del mismo Dios, donde consuela al hombre privado de la Tierra Prometida por su pecado de desobediencia y egoísmo anunciándole su retorno, su redención. Por ello le dice: “Entonces haré volver a los deportados de mi pueblo Israel; reconstruirán las ciudades devastadas y habitarán en ellas, plantarán viñas y beberán su vino, cultivarán huertas y comerán sus frutos (…) Yo los plantaré en su tierra y no serán arrancados nunca más de la tierra que les di, dice Yahvé, tu Dios.” (Am 9, 14-15)
El transcurrir de los años de esclavitud en Egipto y en Babilonia, y el extenuante tránsito por el desierto, no deben ser tomados literalmente, sino como dato teológico que habla de la desolación y muerte sufrida por el hombre cuando fue expulsado del Paraíso y quedó privado de la Gracia luego que dudó de Dios, puso su confianza en el maligno, y se atrevió a tomar del árbol del bien y del mal. Por lo tanto, todas las hermosas metáforas respecto a los viñedos y a los campos que destilan vino, la restauración de ciudades devastadas, y las huertas sembradas con abundancia de frutos, apuntan hacia el consuelo de la liberación, el rescate que Dios, en Cristo, viene a hacer del hombre para introducirle mediante su Sangre misma, a la Vida que había perdido (Lv 17, 11; Hb 9, 22)
El contenido de las tres lecturas bíblicas son un anuncio de la nueva Alianza que viene a sustituir la Antigua. El nuevo y abundante vino representan la Gracia de nuestro Señor Jesucristo, la justicia que Él repartirá a todos los suyos. Por eso el Salmo canta así:
“La Gracia y la Verdad se han encontrado, la Justicia y la Paz se han abrazado; de la tierra está brotando la verdad, y del cielo se asoma la justicia. El Señor mismo dará la felicidad, y dará sus frutos nuestra tierra. La rectitud andará delante de él, la paz irá siguiendo sus pisadas”” (Sal 85, 11-14)
El vino de la alegría son los medios de restauración y santificación de los fieles: los Sacramentos, la oración, la caridad. Pero, el vino solo se derrama; no puede repartirse sino tiene un vaso, no puede guardarse y añejarse sino tiene un odre. No podía servir el odre viejo de las instituciones judías de la antigua Alianza (Ley, Sacerdocio y Templo), porque no tendría sentido esperar la sustitución de cada una de estas instituciones si éstas hubiesen sido intocables. El Templo de Jerusalén, el Sacerdocio levítico, y la Ley de los Diez Mandamientos con sus demás preceptos, representan el odre viejo del que habla Jesucristo, y era imposible que pudieran convivir o contener el Vino nuevo. De hecho, las autoridades que velaban por estas instituciones se encendían de furor, de ira y envidia cada vez que el Mesías les daba a probar el nuevo vino.
No hace falta rebuscarse de tanta argumentación para comprender que el nuevo vino (la palabra de Cristo, su Presencia salvadora, su Gracia) requería un Odre nuevo; y, que eso fue justamente lo que Jesús hizo cuando eligió a los doce apóstoles (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 16-18), fundó su propia Institución, su propia Iglesia (cf. Mt 16, 17-19); eligió a uno de los suyos, a Simón, a quien cambió su nombre lo constituyó en su Roca [‘Kefas´] (Jn 1, 42) para edificar desde él su Templo de piedras vivas, la Iglesia (cf. Ef 2, 19-22), le hizo responsable del gobierno de sus bienes en el cielo y en la tierra (cf. Is 20, 21-22; Mt 16, 19); y le otorgó el primado en la unidad y en el pastoreo de todas y cada una de sus ovejas y pastores (cf. Jn 21, 15-17; Lc 22, 31-32).
Elaborado por:
Pbro. Héctor Pernía, mfc
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