Lecturas del día: Hch 13, 26–33; Sal 2, 6–11; Jn 14, 1–6
Comentario:
Cualquier persona que de corazón y con bondad se adentre en meditar el Salmo segundo y el Evangelio que nos trae hoy la liturgia, difícilmente permanece insensible y frío ante el estremecedor misterio de Cristo, ¿quién es Él para el hombre, para que Dios diga de él: ”Pues bien, reyes, entiendan, recapaciten, jueces de la tierra. Sirvan con temor al Señor, besen, temblando, sus pies” (Sal 2, 10-11)
¿Quién eres Tú, oh Señor, para mí, como para estremecerme tanto al inclinarme para besarte los pies que no lo pueda hacer sino temblando? ¿Cuándo, Señor, comprenderemos tus palabras: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”? (Jn 14, 6) Si imposible es que podamos descifrar, en plenitud y sin error, la intimidad del pensamiento y de los sentimientos de otras personas, qué arrogante y soberbio sería cualquier ínfula y presunción de decir que conocemos a cabalidad la intimidad y profundidad de la comunión existente entre el Padre y el Hijo. Es tan elevado para el hombre que por ello Dios se hace hombre, de modo que el hombre tuviese a su alcance poder conocer y llegar a Dios.
¡Cuán grave la enfermedad de tantos cristianos contaminados de rutina ante el Nombre de Jesús! Qué ciegos somos ante tan Santo Misterio. No es sólo el tropiezo de grupos como Testigos de Jehová, Mormones, o de religiones que relativizan la Persona y naturaleza de Jesucristo, sino la sal sosa e insípida que mostramos ante Él la mayoría de los que nos decimos ser cristianos verdaderos. Señor, infunde en tus criaturas, los hombres, el don de reconocer tus designios y poder conocer la altura, la dignidad, la grandeza y la Santidad de Jesucristo, de quien dijiste a través del salmista: «Sirvan con temor al Señor, besen, temblando, sus pies” (Sal 2, 10-11).
Me atrevería a decir que quien no acepte que Cristo es Dios es porque aún no le ha contemplado. Igual a como decir que los colores de las flores o el plumaje de las aves no tienen nada de hermoso, seguro es porque nunca las ha acariciado con su mirada o con sus dedos. Como no enmudecer ante la ternura de intimidad entre el Padre que glorifica a su Hijo en los instantes de su agonía en el monte santo de la cruz diciéndole: “Yo soy quien ha consagrado a mi rey en Sión, mi monte santo. Tú eres mi hijo mío, yo te he engendrado hoy. Pídeme y serán tu herencia las naciones, tu propiedad, los confines de la tierra. Las regirás con un cetro de hierro, y quebrarás como un cántaro la arcilla.» (Sal 2, 6-9)
¡Cuánto amor! ¡Cuánto amor por nosotros! Y todo por la salvación del hombre. Qué miopes si no doblamos la rodilla ante Jesús como aquellos discípulos que se postraron ante él para adorarle. Yo caigo ante ti para decir, una y mil veces: “Señor, gracias por tanto amor. ¡Ten piedad de mí que soy un pecador!.
*Para compartir:*
1-. ¿De dónde proviene la nube o niebla que impide a muchos hombres reconocer a Jesucristo como Dios?
2-. ¿Qué debemos hacer para que muchos incrédulos se den cuenta que Cristo es Dios y le reciban?
Elaborado por:
P. Héctor Pernía, mfc
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